Editorial
(Dardi #7)
El fin de la epidemia se decretó con la invasión (en todos los sentidos) de los medios de comunicación por el fantasma de la guerra mundial. Al parecer, la memoria del «buen ciudadano» tiene la duración del tiempo que transcurre entre un noticiero y el siguiente. Si en la fila de Correos era necesario tener cuidado de no acercarse a la persona de enfrente para no recibir una reprimenda, ahora las invectivas contra las mascarillas y los pases verdes, devinieron «inútiles», componen un fastidioso zumbido que hasta la semana pasada tenía como referente los odiados «no vax». Pero de la «guerra contra el virus» a la «guerra» y basta, hay una continuidad de algunos factores que quizás no deban descuidarse: del clima de emergencia, al autoritarismo marcial, al predominio absoluto de la solución técnica a cada problema, al aniquilamiento del individuo en nombre de la comunidad.
A cada epidemia tecnológica le sigue siempre un periodo de carestía humana: después de meses de domesticación intensiva, las filas por un hisopado están pasando las filas de alistamiento. Por otro lado, después de dos años pasados entre cuarentenas, toques de queda, mascarillas y tratamientos experimentales obligatorios, ¿Qué podría imponer más poder a estos seres, que a duras penas pueden considerarse individuos, sino la guerra?
Simone Weil escribió que «la guerra solo continuaría con la política en tiempos de paz, pero por otros medios». Es evidente que la guerra en curso, en el corazón de la civilización occidental, hace aún más obvio el enemigo capital que todos enfrentan cotidianamente. Ese es el enorme aparato administrativo, policial, técnico y militar con cualquier nombre que se identifique, ya sea fascismo, zarismo, socialismo o democracia. La guerra nos hace concientes de la época en la que sobrevivimos, de cómo la dominación técnica se ve ampliamente contrarrestada por los peligros de la devastación y el genocidio.
En este contexto, no faltan aquellos personajes sombríos que predican la pacificación en todos los aspectos de la vida; con sus sermones ciertamente no tienen el objetivo de despertar las conciencias del letargo, sino más bien adormecer y sofocar los conflictos que podrían responder a la guerra con la rebelión. La guerra implica muerte y devastación, historicamente es a menudo debido a estas consecuencias que han surgido motivos de revuelta, donde los insurgentes apuntaron sus propios fusiles hacia los opresores. No en vano, mientras el estado incremente la producción de armamentos y se impregna en misiones militares, invoca la paz y el acuerdo diplomático. Evocar el fantasma de la guerra tiene contraindicaciones que hay que mantener a raya. Si con la guerra el estado refuerza el propio poder, con la ilusión llamada paz se conserva al reparo de la insubordinación. Guerra y paz se alternan y sustentan en un círculo sin fin, así como el rebaño dócil y manso está pronto a transformarse en rebaño agresivo y depredador apenas el sentido cívico lo requiera. ¿Cómo sorprenderse?
¿Cómo se puede sentir todavía estupor de frente a la guerra, cuando casi la totalidad de las personas no han aceptado incondicionalmente sus síntomas en la era de la repugnante resiliencia? Cuando se está habituado a responder a la atención atrincherándose en casa para que no se difunda un virus, a exhibir un pase para sobrevivir a una existencia mercantilizada, a endosarse una máscarilla para trajinar en una sociabilidad enrarecida, ¿Cómo no entender que es también la propia existencia común la que provoca la locura de la masacre militar?
A pesar de una guerra nuclear a las puertas, una real amenaza hacia todas las formas de vida sobre la tierra, ruge el miserable enfrentamiento entre los que eligen obedecer a los que comandan. El mundo diseña el rostro de quienes lo habitan. Desde siempre existe, sin embargo, la posibilidad de barrer sus trazos. No quedarse desarmado ante sus sugestiones opresivas, sino apoderarse de las propias emociones, de los propios deseos, rompiendo los espejos de la servisumbre voluntaria, para reinventar una jungla exuberante donde reine el desierto de los tártaros.
de Dardi #7
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