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Meditación Sobre el Trabajo (Han Ryner)

Meditación Sobre el Trabajo
(por Han Ryner)

Ley natural, el trabajo, porque mi cuerpo tiene necesidades materiales que sólo los productos del esfuerzo satisfarán. El trabajo que mi razón aprueba es el que me defiende contra el hambre, contra el frío y la intemperie. El resto es social y detestable. El resto es servidumbre artificialmente forjada.

Todo trabajo natural es trabajo manual. Muchos trabajos manuales no son ya, desde hace mucho, trabajos naturales: el joyero o el forjador de cañones no son necesidades humanas.

El espíritu -objetará alguien- tiene también necesidades naturales. Está, pues, justificada la existencia de una clase de trabajadores no manuales.

La única necesidad natural de nuestras potencias intelectuales, es el ejercicio. Como el cuerpo del niño, el espíritu tiene siempre necesidad de movimiento. Cada uno de sus movimientos, si no se le recarga y se le liga a locuras, es una alegría. El espíritu no quiere nada mejor que ser activo, de una actividad de juego.

No hay necesidad de obreros especiales para dar al espíritu ocasiones de jugar. El trabajo moderado de mis miembros es para él noble excitación y abundante materia. El espectáculo de la naturaleza, el ensueño solitario, la conversación amistosa: tales son las necesidades primarias de mi inteligencia. El arte, por medios ingeniosos, reproduce lo que he visto, fija lo que he soñado; la ciencia se dedica a hacer inteligible el detalle; la filosofía crea el universo y lo hace flotar en no se sabe qué dulce mentira de luz. Arte, ciencia, filosofía, sois voluptuosidades, no trabajos. Mientras yo murmuro las brumosas meditaciones de mi poema, mientras canto sus solares certidumbres; mientras agrupo los hechos en leyes prudentes o construyo el vestigio de un sistema: soy un hombre que juega, no un hombre que trabaja. Yo sé; hay espíritus pobres que investigan en el cansancio y engendran gimiendo. Si el dolor sobrepasa al placer, obran fuera de su gusto y de su vocación. Que nos ahorren sus abortos y sus gemidos. Los jugadores nobles y ardientes no faltarán nunca.

A ellos como a los otros, la naturaleza les ha impuesto necesidades que solo el trabajo manual puede satisfacer. ¿No les ha provisto también de manos como a los demás? Filósofos, artistas, sabios ¡Oh! no somos nosotros los que debemos quejarnos. Nuestro esfuerzo será pagado más ricamente que el esfuerzo de nuestros hermanos. Con el alimento nos traerá mil pensamientos fecundados y reguladores.

Las gentes pretenden que la vida es corta y que no se podría ser a la vez un trabajador manual y un gran intelectual. Esas mismas gentes pierden en los salones y en las intrigas más tiempo y fuerza de lo que la naturaleza exige para alimentarles. Lo que es demasiado absorbente para permitirnos trabajar con nuestras manos, no es la obra, es la ridícula ambición. Una obra maestra se sueña tras el arado, y se nota la tarde y se escribe el invierno. Se es dorado por el trigo que se ha cosechado, iluminado por el sol que se ha bebido. Se levanta, en la primavera, altivo como la montaña que limita mi horizonte. O, fluido y cargado de reflejos que se conmueven, se ensancha como el río que bordea mi campo.
¡Ah! sí, quiero que los ociosos conozcan mi nombre y lo aplaudan; si, envidioso de treinta cacógrafos mis segundones, tengo la ingenuidad de quererme académico y comendador de la Legión de Honor: es preciso que viva lejos de todo lo que es natural, entre los fantasmas que se titulan «el mundo». Necesito entonces, con las «relaciones» entre los hombres artificiales, la prudencia de no chocar con ellos por la belleza demasiado nueva e ingenua, por la verdad demasiado atrevida. Pero si esas rastreras ambiciones me turban ¿tendré verdaderamente necesidad de forzarme para evitar los méritos soberanos que perjudicarán mi deseo?

­A pesar de los obstáculos sociales, aunque todo contribuya a privar de ocio y a sumergir en la sombra las verdaderas grandezas, nosotros conocemos algunos trabajadores manuales, que valen tal vez por otros tantos intelectuales. ¿Se vanagloriarán muchos de nuestros políticos de una obra tan expansiva y tan duradera como la obra de Pablo, humilde carpintero de barracas extranjeras y fundador del cristianismo? Tres siglos antes de Pablo, Cleanto, jornalero que ganaba su vida tanto regando un jardín como amasando el pan, escribía un himno inmortal como la poesía y la razón. Tres siglos después de Pablo, Ammonio Sacca, esportillero, funda la más sutilmente radiosa de las escuelas de metafísica. Pero el ejemplo más brillante es tal vez el de Spinoza, obrero óptico que, débil, tuberculoso, muerto a los cuarenta y cinco años y, si puede decirse, moribundo toda su vida, halla tiempo para ser uno de los más raros eruditos de su siglo, para comenzar con su Tratado teológico-político la exégesis racionalista y para construir en su Ética, la más ordenada y la más potente de las obras maestras metafísicas.

Arte, ciencia, filosofía, amor: emociones y actividades que no son nobles más que al quedar desinteresadas. La voluptuosidad que experimento al darme no debe ser pagada por el que gusta de la voluptuosidad de recibir. Y lo que yo proclamo aquí es una nobleza necesaria, no un absurdo prejuicio social. No ignoro que existe un modo bajo y envidioso de despreciar a la cortesana, al artista de éxito, al sabio oficial; de encontrar, como se dice, que esas criaturas ganan fácilmente su dinero.

Muchos que profesan ese desdén hacia la cortesana o el rufián ¿no aprueban otros modos de ganar dinero sin producir  verdadera riqueza?…

La ciencia, el arte, la filosofía el amor son objetivos soberanos y, para emplear el lenguaje de Kant, finalidades sin fin. En esos dominios sobre todo se verifica la frase: «no se podrá servir a dos amos». El amor se da; lo que se vende no se llama ya amor. El artista, si piensa en alguna ventaja material, se separa de la belleza, cosa ingenua. El sabio y el filósofo no protegen la independencia y la sinceridad de sus investigaciones más que descartando de su actividad todo motivo interesado. EL que no llega a ese desinterés piensa en agradar a las gentes que poseen lo que él desea. Realiza el sueño banal del rico o del poderoso; no logra sumergirse hasta sus propias profundidades y hasta su originalidad verdadera. Se convierte en un obrero y en un práctico, o en un abogado y un apologista; no es ya el artista, el sabio, ni el filósofo. No soy yo quien exige de él como del amante o de la amante un trabajo manual; es la naturaleza. Puesto que ella no permite ni a los unos ni a los otros vivir únicamente en su ensueño, puesto que no les da de comer.

Se objetará tal vez que el débil tiene también necesidades materiales; y no es el sabio el que tiene la crueldad de imponer labores a los mutilados y de adaptarlos al trabajo para acrecentar el ocio y las riquezas de algunos seres intactos. Pero yo no llego a considerar como debilidades la belleza del cuerpo o la potencia del pensamiento. Y habría confusión en defender la incapacidad del poeta o del metafísico. Los espíritus más dotados son a menudo incapaces de plegarse a las reglas sociales y artificiales, locales y transitivas. ¿No es precisamente porque su sentimiento es más profundo que lo universal y lo eterno, porque están mejor adaptados a las leyes constantes de la naturaleza que los hombres «prácticos»?

Rechazando la vida mendicante de los cínicos y de algunos otros apostólicos, el subjetivista quisiera trabajar con sus manos. Ante ese deseo, el artificio social multiplica las dificultades. No hay trabajo remunerador para todo el mundo. Tengo que contar con los impuestos, con el beneficio que descontarán de mi trabajo el patrón y el capataz, con el beneficio que retienen, en hilos de mallas cada vez más estrechas, los mil intermediarios que acechan los frutos de mi producción y los objetos de mi consumo. ¿Es exagerado decir que los impuestos directos, las contribuciones indirectas, los intereses, los dividendos, la gorronearía del patronato, el parasitismo del comercio hacen pagar con diez horas de mi propia labor el objeto que ha costado al productor una hora de trabajo? Parece que el trabajador tenga que proveer no ya a sus solas necesidades, sino a las necesidades de diez hombre semejantes a él. Tomando el cálculo por otro extremo, se hallará tal vez que los rentistas, los accionistas, los propietarios, los patrones, los funcionarios, los comerciantes, los políticos, las prostitutas, los artistas pagados y los sabios oficiales no forman en la sociedad la enorme proporción de nueve sobre diez. Pero los gastos de algunas de estas gentes ¿no sobrepasarán sensiblemente las necesidades del sabio? Cada obrero útil ¿no tiene tal vez que subvenir más que a las necesidades de otros tres hombres; un soldado que manifiesta exigencias casi ordinarias aunque un poco derrochadoras; un funcionario que destruye tanto como tres seres sobrios; un accionista que no redondearía su abdomen si no exigiese más que seis veces la comida de Spinoza.

HAN RYNER, 1927
Revista Única, páginas 4, 5 y 6,
enero de 1928, Steubenville, Ohio, EEUU

Nota: la Revista Única fue una publicación del grupo Los Iconoclastas, redactada íntegramente en castellano. Es un número único que tenía la intención de visibilizar la encuesta internacional realizada por el grupo, durante el año anterior, donde escribieron pensadores libertarios de todas las latitudes. En ella colaboraron Max Nettlau, Federica Montseny, Carlos Malato, Emilio López Arango, Paul Reclús, Rudolf Rocker y Luigi Fabbri, entre otrxs. Fuente: www.federacionlibertariaargentina.org

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